domingo, 25 de marzo de 2018

APOLOGÍA DE LA RAZÓN AUTÉNTICA 7






VII. Bipolaridad Contingente

Desde la Revolución Francesa, se ha utilizado como recurso moral la igualdad, la libertad y la fraternidad. Dicho planteamiento acude a la idea del hombre como esencia; la humanidad o colectivo que se unifica como Uno. La eficacia de esta moralidad se debe al Ego Radical, puesto que si todos pensamos que somos iguales, nace la falacia que lo somos en forma cuando, en realidad, son las diferencias accidentales aquellas que determinan lo que seremos (dado que el Antiego es aquello que ratifica que no hay igualdad alguna).


Hay gordos y flacos, fuertes y débiles, bellos y feos, inteligentes e ignorantes, virtuosos y viciosos, encantadores y amargados, etc. Siendo todos humanos, somos iguales; no obstante, el inteligente tendrá más privilegios que un ignorante para ejercer ciertas tareas como el ignorante tendrá privilegios sobre el inteligente para ser feliz. Y si generalizamos el fin universal de todos los seres humanos como felicidad, el contenido que sostiene sería la evidencia de nuestra desigualdad como seres pensantes en tanto que la felicidad es siempre una perspectiva individual de lo que quiere la voluntad. Se incorpora luego la fraternidad como práctica de entes iguales por deber o por querer algo que pienso parte de mí mismo. Pero como el hombre es siempre egoísta, se agrega la libertad para compensar su propia superación. 


Con esto también aparece la religión y la política, donde se proyecta la incapacidad de gobernarse sobre un soberano físico o espiritual. Creo que el problema en todo esto es intentar vivir en acorde a un solo ideal en vez de tener varios que se aceptan como diferentes. En cambio, el Yo absoluto establece una ideología universal que se limita a pocos y que renuncia a todos los que no se comprometen: el Sistema. La solución a esto viene por lo que denomino una bipolaridad contingente.      
                                 


Para toda moral, el punto de partida es la ética. En este caso, fundo mi moral en la karmética. Ya que el bien y el mal existen de una manera semiológica, la moral puede darse sólo de una manera espontánea. El bien y el mal nacen como resultado del juicio; lo categórico respecto a la circunstancia de nuestra elección. Esto implica cómo la carencia del juicio abole el concepto del bien y el mal en sí. No obstante, el potencial no intenta limitar una capacidad; más bien, busca experimentar con ella hasta encontrar el arte o dominio virtuoso de ella. El arte de juzgar se atribuye al conocimiento del principio y fin ético; el bien primitivo que por arte se vuelve sabiduría y el mal crudo que por arte se vuelve astucia. Este proceso consiste, primero, en el karma de nuestra decisión (voluntaria) que se adopta instantáneamente como identidad, atribuyéndole un extremo dialéctico en potencia de ser contradicho. 


Asimismo, es la manera que juzgamos y priorizamos ciertos conceptos sobre otros. Si yo detesto que llueva, la lluvia sería mi perdición; cosa que no implica que mi odio hacia la lluvia la provoque. Sin embargo, como todo hecho es tiempo y espacio, si llueve y la paso mal, el potencial de contemplación tendría mayor probabilidad de darse tras la nihilización de lo odiado. La karmética establece que a pesar de que odio la lluvia, sé inevitablemente que va a llover y que me sentiré mal a causa de ello; estableciendo la negación de la lluvia como medio a mi bienestar. La bipolaridad contigente es, por tanto, mi respuesta al estímulo de llover y no llover que hago para prorrogar el bienestar y superar el malestar. 



Siendo un hecho circunstancial, depende del momento y la situación que se ejerce. Para ello es necesario identificar el dato específico de ambos antagonistas. ¿Qué es lo que me gusta cuando no llueve y lo que no me gusta cuando llueve? Supongamos que sea estar seco y estar mojado. Si estoy en mi casa y está lloviendo, elijo no salir porque detesto mojarme (sabiduría); si estoy atrapado en la lluvia, utilizo un paraguas para estar seco (astucia). La diferencia entre sabiduría y astucia es que la primera es un conocimiento previo que utilizo para controlar el entorno y la segunda se sirve del entorno disponible para resolverlo.  La sabiduría surge de la experiencia; la astucia, de la capacidad.



Sin embargo, por la naturaleza propia del potencial, no puedo ser sabio y astuto en todo. Hay numerosas experiencias que no he vivido o nunca llegaré a vivir como habrán tareas en las cuales no soy capaz ni llegaré a serlo. Aquí la sabiduría juega el papel importante de reconocer las limitaciones del Yo, tanto en lo que puedo hacer, lo que no puedo hacer y lo que no he intentado. Consecuentemente, debe aparecer primero una metafísica del Ego para resumir por qué soy lo que soy y en qué entorno puedo ejercer lo que seré. Si soy antisocial, no puedo ejercer correctamente en situaciones sociales. La sabiduría se empeañará en reconocer por qué soy antisocial y dónde podré funcionar adecuadamente; en el lugar correcto o in ius locum. Si lo complicamos más y digo que aparte de ser antisocial, detesto la soledad, la astucia entra en juego con la capacidad que debo desarrollar para conseguir la aceptación de los otros así como la sabiduría de saber quiénes comparten los intereses que pretendo exhibir. 


Dentro de este esquema karmético, el error es la base de la sabiduría y el combustible de la astucia. Al confundirme, estoy aprendiendo lo que no soy o lo que no me pertenece en ese espacio temporal concreto, sea por falta de conocimiento o ausencia de capacidad respecto a lo buscado. El potencial no es siempre el mismo: un escritor se bloquea, a un informático le falla el ordenador, un futbolista tiene calabres en las piernas y un donjuan puede no conseguir a la chica; lo que en mi libro "Ensayo sobre la Inexistencia del Universo" llamo el Antimundo.  En ocasiones, la restricción de la virtud se debe al entorno donde la pensamos liberar puesto que siempre existe una legislación oculta en los alrededores y, como en el Cosmos, nos volvemos asteroides flotando en el vacío. Igualmente, la base karmética de juzgar y priorizar apunta a que los objetivos que más valoramos sean inevitablemente nuestra ruina en caso que la circunstancia o la capacidad sean verdades contrarias (hadésicas); un hombre cuyo juicio estipula al amor como el valor más alto se volverá un atormentado si busca chicas que amen la salsa y no sepa bailar; por lo que la importancia que le damos a las cosas y la espectativa que esperamos de ellas son la fórmula más definitiva para perdernos.    


Si regresamos al modelo aristotélico de potencia y acto, notamos que el potencial de cada individuo se divide en dos campos (el Ser y el Mundo). Por un lado, tenemos aquello que nos llena como intensidad positiva o negativa y la identidad que determina la razón en conceptos del anhelo voluntario y su antagonista perdido. La intensidad es inherente al objeto que se desea o no se desea, siendo, pues, el potencial que alberga la voluntad y la perdición respectivamente. La naturaleza humana respecto a la intensidad es siempre hedonista; cuando es positiva se intenta culminar y cuando es negativa se busca suprimir. La culminación del placer y supresión del dolor comprenden la esfera mundana del acto en tanto que debo culminar y suprimir mediante un hecho; incluso, el descanso que, por ser mundano, figura el acto de no actuar por suprimir la fatiga. 


Debido a que todo está en potencia, el acto es la necesidad por abandonar lo potencial y Ser en el Mundo como infinidad placentera. Claro que por la propia naturaleza del Inexistencialismo, el acto humano sólo puede culminarse o suprimirse a partir de la nihilización lo cual implica la inexistencia que conlleva a una nueva potencia. Si hablamos de un potencial ilimitado como acto total, seguramente debe ser inmóvil como fuerza motriz de las cosas pero también debe ser vacío para ejercer la totalidad del movimiento; por lo que el espacio vacío es lo que Aristóteles llamaba Dios. En cuanto a la moral, el paso de potencia a acto llega a ser una expresión de lo que deseo como bueno y malo de mí en el mundo. Por ello existe una virtud de donde debe partir toda bipolaridad contingente. 


        
El conocimiento consiste en recibir lo que no tengo registrado como tal y que percibo en función de una necesidad. Como ente en carencia, estoy vacío; me lleno luego de suplirse la necesidad con el objeto alcanzado. Sin embargo, aquello que me llena no siempre es coherente a mi voluntad y sucede, también, que la propia voluntad se vacíe mediante un ente perdido. La necesidad psicológica es siempre información: sobre lo que he conseguido o no pude conseguir. Mi necesidad de amor por una mujer en particular implica la posibilidad de conquistarla o perderla. Pero aquello que determina el placer y el dolor, no es lo sucedido, sino lo interpretado del propio suceso, es decir, la información. 


La manera que me informo sobre el mundo depende de la identidad karmética que pide la voluntad y que archiva la razón. Inevitablemente, aquello que nos llena repercutirá en lo que será nuestra conducta. En cuanto potencia y acto, nos comportamos según la información que hemos acumulado hasta el momento de evacuar nuestros impulsos hedonistas. Si me lleno de dolor, puedo actuar enojado para sacarlo, triste para aceptarlo, indiferente para reprimirlo, etc. ¿Dónde encaja la moral en todo esto?  Pues, en canalizar ese dolor y ese placer con arte. A partir de los otros, nos llenamos y somos potencia. El acto es la manera de mudar la potencia hacia un equlibrio total. Mas, la inevitabilidad de la carencia me conduce a vaciarme y permanecer en potencia; acabando en una compulsión por actuar y equilibrarme. 


Por ello la moral, en lo que respecta la relación con los otros seres humanos, en cuanto homeostasis, paz y seguridad con mis semejantes, no es sólo la inmoralidad del vicio que conlleva a su antagonista. Es decir, un hombre vicioso puede atraer su perdición con actos viciosos derivados de su egoísmo, pero un hombre virtuoso también puede atraer la perdición a través de la envidia de su virtud. Por lo que "ser moral" de una manera eficiente depende más de ser agradable y caer bien que de ser virtuoso o vicioso, respectivamente. La virtud no acompaña la verdadera moral sino, más bien, el carisma de la persona que emplea, en dicho caso, el buen vivir como objetividad empática de la voluntad que se muestra y perdición que se esconde. Tener carisma es contagiar alegría a los ángeles y demonios indistintamente, puesto que cuando llegue el Juicio Final, ni Dios ni el Diablo te tocará. Y dicho carisma brota gracias al equilibrio de bipolaridad contingente in locum suum que se siembra con sabiduría y se reparte prudentemente con astucia.



Ahora bien, la bipolaridad contingente aparece en función del Uno y el Otro; primero como las acciones que llevo acabo para equilibrarme individualmente; segundo, para comportarme respecto al mundo según la manera ingeniosa de actuar. En el primer caso, hablamos de una división entre voluntad y perdición racionalmente, es decir, mi manera de expresarme mediante mi virtud (donde, igualmente, debe recaer todo concepto de prioridad). Moralmente, el ser humano tiende a mezclar sus emociones en la realidad, dedicándose a labores que aborrecen y donde la virtud no llega a ser dezplazada con arte. Por consiguiente, se vive un Caos emocional donde la voluntad y la perdición están sujetas al chance. 



Sin embargo, la virtud puramente artística es canalizada por la razón que la conduce a ser, desde su potencia, a una realidad concreta. Como un potencial en culminación, ambas deben estar separadas para alcanzar una intensidad mayor en el lugar que le corresponde, es decir, la voluntad en la vida y la perdición en el arte. A un nivel estético, lo bello es su propio complemento y no necesita volverse arte; más bien, debe vivirse. La inspiración propiamente voluntaria (como moral) se representa en la propia vida como la culminación del ansia dionisíaco. Todo aquello que no encaje en nuestra forma de vivir o que sea contrario a mi voluntad, lo proyecto en el arte; la fealdad que transformo en beldad. Dicho arte nace con la virtud o la función que nos significa como realización de lo que verdaderamente somos. La perdición es la arcilla que debe esculpirse hacia la voluntad, o mismamente, lo que uno es. Incluso si hablamos de un arquitecto que hace todo de encargo, siempre lo hace con un estilo que lo significa como individual. El sentido de la vida aparece viviendo o creando. El amor puede significarme, tanto como escribir un poema por no tenerlo; la diferencia es voluntad y perdición.   



No obstante, esta bipolaridad debe unificarse cuando hablamos de la relación con los otros. El hecho que el carácter fuerte denota cierto grado de perdición y la voluntad genera afabilidad implica que la moral respecto al mundo debe funcionar en unión, es decir, por su contingencia. La voluntad y la perdición en el carácter nacen como medio a comunicar las cosas que necesito o que irrumpen mis límites respecto a la contrariedad de mi propio Yo. Por ejemplo, que alguien escuche música cuando tengo ánimo de fiesta me conduce a pedirle que le suba volumen; si, en cambio, tengo dolor de cabeza, pido que le baje. Mas por el propio problema del Ego Radical, la persona puede negar mis deseos. Está en su propio mundo y no querrá subirle o bajarle a la música. 



Por esto es tan importante la sabiduría y la astucia puesto que se modifica el entorno y no la persona. Si quiero que le suba volumen y me dice que no, puedo buscar algún bar con música que me agrade o cantar la canción de manera desafinada para que le suba y no me oiga. Si quiero que le baje y me dice que no, me mudo a otro cuarto donde no lo escucho o me coloco tapones en los oídos. La sabiduría consiste en cambiarse de un potencial a otro; la astucia en modificar el que está. La idea fundamental es de mantener el equilibrio de mi propio Yo, manipulando el entorno. En este esquema, ser sabio es más virtuoso y ser astuto es más pragmático. En el sentido moral, la sabiduría intenta no meterse con el otro, mientras que la astucia intenta manipularlo hacia la conveniencia propia. En la bipolaridad contingente es imperativo utilizar ambos, pues, el sabio y el astuto aprenden mucho más y alcanzan sus fines, aún conservando cierto equilibrio con la satisfacción personal.              



VIII. Conclusión

¿Qué es la razón auténtica? ¿Qué intento decir en estos siete capítulos? Seguro que es la pregunta que se estará haciendo el lector a lo largo del libro. Hasta ahora he descrito todas las aberraciones de la razón clásica. Primero, la razón del Sistema o del “contrato social” donde se establece una razón externa que piensa por todos mediante leyes y normas sujetas al control de una minoría política, religiosa o económica. Segundo, la razón moral tradicional que por un lado intenta censurar todos los aspectos concupiscentes de la voluntad y, por otro, se deja sumergir en espirales hedonistas que la enmohecen. Tercero, la razón pesimista que juzga falsamente debido a la invasión caótica de una verdad contraria, tergiversando el sentido de las cosas. Cuarto, la razón eudemonista que busca emancipar su sentido mediante una felicidad que poco tiene que ver con la sabiduría. Quinto, la razón científica que se conforma con el aspecto material y la estructura del mundo sin interesarle el sentido filosófico de las cosas. Sexto, la razón oriental que excluye el razonamiento y, por consiguiente, cualquier especie de motricidad indispensable para evolucionar. Séptimo, la razón proyectada por las necesidades egocéntricas del pensador que, debido a su exteriorización, no pueden contemplar la verdad ni razonar en su sitio apropiado . En este último punto, la razón auténtica será justamente la razón en su sitio apropiado (in locum suum); es decir, neutra por esencia, suficiente como potencial y activa con razonamiento. Y, más allá de eso, la razón auténtica es la razón de la creatividad y el sentido; una función que se rige por las artes descritas para generar ideas nuevas y aportarle significado a las cosas. Es la única razón que podrá hacernos evolucionar y la única razón con la cual podemos ser llamados especies racionales auténticas.      


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