domingo, 11 de marzo de 2018

APOLOGÍA DE LA RAZÓN AUTÉNTICA 5










V. Demonios del Eudemonismo


Ahora que he concretado la manera de liberar el espíritu, me empeñaré en describiros aquello que lo obstruye. El origen de toda idiosincrasia humana es el control, el poder de conducir la voluntad hacia un encuentro de alegría. Está claro que nuestra necesidad natural nos impulsa hacia aquello deleitoso y agradable dado que el hombre es, por naturaleza, un ser hedonista. Sin embargo, muchas veces aquello que comúnmente se conoce como agradable-desagradable es realmente aquello que la sociedad nos hace pensar como tal; en lo que respecta la incapacidad analítica de juzgar subjetivamente aquello que verdaderamente nos agrada o desagrada. 



Dicho esto, es evidente que el razonamiento del hombre mediocre es proyectado al control de la sociedad quien se encarga de interpretar todos los sucesos en la cotidianidad con el fin de informar al participante aquello que es incapaz de analizar por cuentas individuales o se niega a realizar por mera holgazanería; ya que es más fácil ser informado acerca de un asunto a informarse individualmente sobre él. La raíz de todo esto yace en la aberración que comúnmente se le atribuye a la felicidad en cuanto una aparente abolición del principio y una perdición enmascarada.



Antes debemos reparar en algo que denomino el Principio de Incongruencia en tanto que hay tres vertientes que justifican la inexistencia como fenómeno hadésico a nuestra naturaleza y lo que creemos ser.

Primer Principio de Incongruencia: La propiedad de lo no impropio vuelve en impropiedad lo que es propio.

Este primer principio denota, sencillamente, la imposibilidad de tenerlo todo. Tanto por nuestra karmética, como la atracción de los opuestos (lo que sería en la química la ganancia o pérdida de electrones [somos un experimento químico igualmente] en un sentido más complejo). Pero sobre todo es una función allegada al potencial. Hay que pensar al potencial como una esfera de luz que engloba toda la percepción, vida, atención, existencia de un individuo particular. El hecho es que cuando ese potencial llega a poseer algo, su parte inexistente o todo aquello que no está en ese foco luz, acaba supliendo su pérdida con perdición. Y la persona se encuentra en el sentido taoísta del ying yang. Esto tiene una explicación simbólica muy sencilla:




Con esto, no estoy aplicando un principio matemático irrefutable o verdadero en cuanto su representación lógica. Tan sólo simboliza la imposibilidad de la posesión mediante la anulación de la atracción. En el primero de los casos, donde se posee algo de mayor valor (2x) y, por tanto, se repelen dos objetos de igual valor negativo (-x + -x). Y en el segundo de los casos, cuando se extiende esa positividad por otra posesión, haciéndole perder su valor como potencial (x + x) para dar lugar al objeto negativo de perdición concentrado por su valor multiplicado (-2x).

Para ponerlo de otra manera, lo represento en dos aspectos simbólicos de la mitología griega. Primeramente, el Factor Ifigenia que implica el sacrificio voluntario de algo que supone un agravio personal para provocar un fin bienaventurado. Y, en segundo lugar, el Factor Ícaro que supone la ambición a partir de un bien virtuoso el cual, llevado al límite, implica su perdición. Son perspectivas de decisión opuestas que, no obstante, comparten la caída inevitable en el cero de la inexistencia, variando, exclusivamente, en la elección del bien y el mal como principio o fin hacia el equilibrio nihilizado de los mismos.

Segundo Principio de Incongruencia: El mundo no es una representación de nuestra mente ni la mente es una representación del mundo.

Esto claramente es un ataque al racionalismo y el empirismo por igual en el sentido que la inexistencia es algo que, como su propio nombre indica, no existe como ideación humana ni como fuente ordenada de la propia voluntad del Universo. Para mejor explicar esto, expongo un problema matemático conocido por varios al que, en este contexto, llamaré la Paradoja del Uno Inexistente:

Yo quiero comprarme unos zapatos que cuestan 50. Le pido 25 a mi amigo Juan y 25 a mi amigo Antonio. Cuando llego a la tienda, los zapatos están en oferta y cuestan 45. Con lo cual le puedo devolver 2,50 a Juan y Antonio ahora y darles el resto cuando cobre a final de mes. Pero en el camino de vuelta, me encuentro a mi amiga Lucía que me pide 3 prestados. Y con los 2 que me sobran, decido darles uno a Juan y Antonio respectivamente. Por tanto mi deuda se quedaría en 48 (24 para Juan y 24 para Antonio). Mientras hago los cálculos, llega a buscarme Lucía y me devuelve los 3 que le había prestado. Sumado a lo que tenía antes, me sale en 51 y no en 50.



¿De dónde ha salido ese número extra? ¿Cómo es posible que la suma de algo tan perfecto como la matemática permita este tipo de errores? ¿O es una cuestión del lenguaje? He visto varias respuestas para la Paradoja del Uno Inexistente y ninguno me acaba de convencer del todo. Lo que sí me dejó claro es que el ser humano intenta ajustar la realidad a lo que quiere, intentando controlar la misma que, en verdad, sólo se limita a un pequeño espacio. Yo puedo decir “silla”, como si me viene la idea de la silla o veo una silla en la realidad. Pero también puedo decir “dghfkshtdf” y, salvo por los fonemas, no se aplicaría absolutamente a nada. Sería, pues, la inexistencia. 

Por ello me parece enfermizo todo este culto ufano a la lingüística y la ciencia en general puesto que sólo intentamos ajustar el mundo a nuestras percepciones soberbias. Cuando, en realidad, hablamos de la inexistencia en todo momento. Inexistente, no porque esa realidad no existe propiamente, sino porque no siempre es la misma en pos de su naturaleza caótica. La verdad es más verdadera mientras más perdura, pero inevitablemente, fence y se suma al Caos. Nosotros podemos crear un calendario para medir los ciclos del planeta pero el 1 de enero de 2018 no será idéntico al 1 de enero de 2017 o 2019. George Spencer Brown presume en su llamada "esencia de la casualidad" la inevitabilidad del orden en el caos mediante patrones matemáticos. Sin duda que el Caos es tan cáotico, que inevitablemente acabará en un orden por probabilidades lógicas calculables. Y concuerdo con la idea que el orden está anexado a la perspectiva del observador dado que es, en sí mismo, un potencial independiente de la inexistencia que percibe desde su propio ordenamiento. Pero, contrario a Brown, no creo que con el Caos sucede lo mismo por el mero hecho que esas perspectivas de ordenamiento y sus jactanciosos patrones no son otra cosa que la reinvención de varias versiones del orden en un plano diacrónico; por lo que su falta de inmutabilidad es tan sólo una ilusión (incluso matemática) de diferentes secuencias de percepción ante varios ordenamientos sin relación. Es decir, la inexistencia existe tanto si existimos como si no.

Además que muchas de las cosas que ocurren no tienen nada que ver con nosotros. Por ejemplo, cuando se corta el césped, hay un aroma agradable para el olfato humano. Sin embargo, realmente consiste de químicos que libera el césped para protegerse de los insectos ante su reciente vulnerabilidad. Ese aroma agradable, por tanto, no tiene sitio ni lugar en esa relación y es totalmente casual para nosotros. Esto implica que la propia realidad es caótica y no siempre sigue sus propias reglas siendo el caso de la misma Teoría del Caos y cómo varían los patrones una vez repetidos para cambiar de mil maneras distintas. Esto último lo explica mejor lo siguiente.

Tercer Principio de Incongruencia: El Caos es el motor de la inexistencia; no hay manera de controlar lo que siempre está cambiando.

Para este principio, quiero utilizar una analogía. Supongamos que estoy en juego de póker. Me encuentro solo con otra persona. Tengo una buena mano y deseo apostar más. Mi oponente lo ve y le gano. Pero aún no le he ganado del todo. En la siguiente mano, recibo malas cartas. Pero decido ir de farol hasta el final. Mi oponente ve el farol y pierdo. Se me acaban las fichas y decido comprar más.


Este ejemplo simboliza la vida misma. Las buenas y malas cartas son la karmética, apostar sería mi voluntad (incluso de farol) y mi oponente sería la perdición. A veces ganaré, a veces perderé y a veces compraré más fichas para seguir jugando. Pero el personaje sobre el que más quiero echar luz no soy yo ni mi oponente, sino el croupier. Puesto que el croupier es la inexistencia misma. Por mucho que conozcamos las cartas, el juego, los faroles y el patrón de las mismas, siempre se acaba la partida de la misma manera. Le damos las cartas al croupier, las baraja y las vuelve a repartir. Y cada mano que recibo será distinta cada vez. Pues, del mismo modo, la inexistencia nos reparte diferentes manos de lo que ya conocemos y, pese a toda la sabiduría del mundo, nunca sabremos qué mano nos va a tocar hasta que la vemos. Con esto dicho, quiero adentrarme más a fondo en el concepto de la felicidad.        


La felicidad se concibe hasta ahora como la adicción del objeto estático, mismamente, una ideación satisfactoria del encuentro objetivo y la alienación racional del devenir. Sobre la base de esta definición, podemos reforzar que la felicidad es un principio de conservación. Ahora bien, como concepto estático debemos de clasificarlo como racional proveído que la contrariedad entre voluntad y perdición es naturalmente dialéctica; aquí será necesario separar lo "feliz" de la "felicidad" ya que el "ser feliz" estima temporalidad de ánimo ante una intensidad positiva, mientras que "encontrar la felicidad" simboliza un conjunto de logros gastados que nos inspiran ilusión mediante recuerdos o posesiones. Esto aclara que la felicidad es consecuencia de un "orden mundano" cuya naturaleza se estriba en la capacidad del individuo para alcanzar la coherencia de sus ideas con la realidad. 



De esta manera, el coherente es quien, en el ambiente espacial de su entorno, mantiene organizado aquello que le rodea. La coherencia es un concepto racional ya que el sujeto concibe sus alrededores conforme ideas gastadas (conocidas) del objeto que, por ende, incorpora al universo subjetivo para conservar el entorno material. Una vez algo nuevo acomete los ojos brota la incoherencia del mundo anterior (coherente) en la forma de intensidades positivas o negativas en tanto que desorganizan el mundo anteriormente organizado; en efecto, la intensidad e incoherencia serán manifestaciones de la ignorancia del sujeto sobre la dimensión percibida del objeto. ¿Y no es la intensidad positiva un fenómeno de coherencia con la voluntad? Es importante subrayar que esta especulación toma como referencia la perspectiva racional o de conciencia tomando por incoherente todo aquello que escapa la nihilización, o más específicamente, el impedimento de pasar de un cero a otro vía el Caos. Desde el punto de vista de la voluntad, la intensidad positiva o el propio placer son elementos que la razón desconoce y que, no obstante, son coherentes con la voluntad (ratificando los distintos potenciales de ambas partes) como también será la intensidad negativa respecto a la perdición. 



Siendo la felicidad una inmutabilidad de ser, es claro que la gratificación homeostática es dependiente del statu quo o del objeto acorde a la maculación subjetiva en un momento determinado de tiempo. La probabilidad de perdición pende, por tanto, en la permutación del objeto potencialmente acumulado fuera de sí mismo, o del mismo modo, en el devenir que transforma la adicción ilusoria de nuestra realidad en lo que respecta, sin duda, la inevitabilidad de su destrucción. Así como rotulamos el mundo utilizando ideas, también el potencial se proyecta a los objetos que consideramos propios. Desde este punto de vista, aquello que valoramos tiene su coherencia personal respecto al statu quo, inclusive aquello que le perdimos ilusión pero se percibe por nuestro potencial empírico. 




Durante este tiempo, la mente se aferra a la perpetuidad de su propio orden, volviendo de la coherencia gastada una adicción de imágenes, conservando su homeostasis e incitando la repetición de una conducta; siendo la voluntad condicionada a la monotonía de su conservación (caso visto en la constante redundancia del reino animal). De aquí es evidente que el devenir antagoniza la perenne satisfacción homeostática de felicidad, siendo su existencia sujeta a las condiciones cambiantes del objeto, e igualmente, a la alteración súbita (incoherente) del sujeto. Quien, por esto, estipula a la felicidad en torno a conceptos cambiantes encontrará, al poco tiempo, la misericordia de su propia perdición.




Schopenhauer vio esta realidad al anunciar la insaciabilidad de la voluntad, por decirlo así, la necesidad continua que incita el perpetuo círculo del querer hacia una noción absurda de encuentro. Por tanto, la mejor felicidad será encontrada en conceptos abstractos de estaticidad, alienados del devenir y del mundo existente, entregados también a una fijación racional de Nada, siendo el mundo concreto una constante fluctuación de los opuestos que conlleva inexorablemente a la incoherencia. Esta tesis es comprobada con la exitosa campaña de las religiones las cuales utilizan como medio de conservación figuras abstractas y no palpables, o también, sin realidad, tal como los ultramundos, milagros y hasta los mismos dioses, dicho filosóficamente, como la Nada nombrada. La perpetuidad sólo existe, por tanto, en aquello que no deviene, y siendo todo objeto existente propenso a algún cambio, lo eterno existe únicamente en lo inexistente. 





Ahora la eternidad contradictoria de las cosas sería un tema más general que el anterior y completamente distinto por definición, ya que aún sí los opuestos se contradicen "eternamente" el llamar eterno a uno o el otro generaría la antinomia que el eterno A es eternamente contradictorio con ~A, concluyendo que una vez A se transforma en ~A cesaría de llevar el emblema lógico de "eterno". Para evitar complicaciones es mejor establecer como eterno lo inexistente o la Nada y referirnos a la eternidad dialéctica del devenir como continuidad. 




¿Dónde está el demonio del eudemonismo? Para esto cabría preguntar: ¿qué es aquello lo que la voluntad más desea? ¿Será la Nada algo que logra saciar mis necesidades? Como respuesta diría que la destrucción de la felicidad se halla en la propia naturaleza humana, y esto es, su pujante necesidad por saciar lo insaciable; justamente la sed arbitraria que posee toda voluntad por la intensidad. Así, pues, el querer personal busca la cúspide intensa de su intencionalidad, que bien sabemos, encuentra mayor intensificación en la pura experiencia real, o sea, concreta, ya que ningún asociacionismo de fe o una ilusión de Nada podría complementar la necesidad física del ser con la efectividad empírica. Yaciendo la pura intensidad en la experiencia, la Nada racionalista queda absuelta en la sed intensa del hombre y la extremista naturaleza que requiere para calmar sus necesidades, haciéndolo un ser perverso, arbitrario, concupiscente e impetuoso, ya que son en estos extremos donde yace la cúspide intensa de su nihilización. Debido a esto, toda felicidad está condenada a la perdición siempre y cuando exista una voluntad arbitraria por la intensidad empírica; decididamente el hombre no busca la felicidad, sino el momento intenso en su culminación o lo que denomino el Éxtasis




 Puesto que el Éxtasis se halla en la cúspide intensa, toda naturaleza del hombre tiende a ser extremista. Esto explica la conducta de la humanidad por conseguir la máxima cantidad del Todo en el menor espacio posible; como introducir un hipopótamo en un hormiguero o una ballena en un vaso de agua. Lo difícil de concretar es, precisamente, esta inevitabilidad del potencial que contradice el anhelo de nuestros deseos caprichosos: siendo el espacio algo que se contrae conforme lo vamos llenando, creando el impedimento de otros conceptos, o bien, reemplazándolos por aquellos de mayor utilidad o desempeño (procurado que la mente nunca carece un adecuado proceso de selección por progresar). 




En efecto, para ganar algo nuevo se debe perder algo viejo, comúnmente, algo de poco uso que la mente le pierde importancia (primer principio de incongruencia). Con este planteamiento es lógico que la conservación de lo viejo impide que asimilemos algo nuevo. Ahora bien, la pérdida de una de nuestras partes íntegras no es necesariamente execrada de nuestro sistema salvo que el espacio externo sea de mayor uso al espacio interno y que éste último se torne obsoleto ante el primero (tal como sucede con la digestión de alimentos). En otros casos, sobre todo a nivel racional, sucede un fenómeno por el cual el asociacionismo de ideas manifiesta intensidades gastadas selectas, apagando otras que hasta el momento resultan innecesarias y así expandiendo el grado de potencial necesario para conseguir algo útil durante el tiempo actual de existencia; lo que llamo el efecto interruptor.




Es natural que concibamos la felicidad como un logro siendo ésta, claramente, un orgullo por conquistar lo perdido. Pues cuando acabamos con lo malo nuestra actual concepción de "logro" llega ser una respuesta innata a un estímulo de superioridad. La conquista de lo trágico resulta simbolizarnos, significarnos y, de hecho, cuantificarnos a la idea que estamos felices en el caso de dominar la perdición; como un tipo de emancipación voluntaria de la ruina. Claro que esta visión de conquista nos hace ampararnos en la conservación de nuestra aparente sonrisa tomando la nueva reestructuración del ego como objeto de la eterna satisfacción del placer. Y es lógico que el conquistador no desea ser conquistado; sobre todo si desea la prosperidad de su Imperio. La verdad es que, aún con el afán o arte de nuestra preservación, existe siempre un ejército de perdición en nuestra contra, refugiado, comúnmente, en las trincheras de lo que ya conquistamos. Así la perdición deviene con nuestro fracaso innato de gobernarnos. Esta verdad se debe al acaecimiento que el orgullo de conquista es, propiamente, el Éxtasis. 



Creo que la evidencia del potencial más acertada, en cuanto al Éxtasis, se encuentra en los propios mecanismos mentales. La fantasía, por ejemplo, proyecta siempre imágenes cortas y breves, siendo, en efecto, más intensas en su corto espacio temporal. Al soñar con playas, naturaleza, y verano, en verdad, sólo pienso en un momento específico dónde disfrutar. Luego si deseo avanzar la historia hacia otro escenario, el momento anterior se borra en orden de dar lugar al próximo.




 Ahora bien, si hacemos una fantasía en un mismo espacio, con los mismos personajes, el mismo diálogo, las mismas actividades y las mismas diversiones, veremos que el tedio del eterno acabará el deleite de la fantasía, sobre todo, si dicha situación sucediese en la realidad, provisto que el mundo real tiende a ser más tedioso que el mundo imaginario. El sitio de satisfacción es, por tanto, el espacio comprimido o el Éxtasis. Idéntico será el caso del recuerdo o la "suma de momentos felices" como presumen los neoliberales, pues, incluso la asociación de varios recuerdos llega a estructurarse en un momento intenso, efectivamente en Éxtasis, que, por otra parte, patentan el orgullo de conquista que anteriormente refuté como una gloria efímera de inevitable terminación.  



Habrán muchos que llamarán felicidad a la aceptación del mundo tal y como se nos presenta, usando aquí el eufemismo de "felicidad" como máscara de lo que fuera en realidad el "conformismo". Aquí Comte y su decadente Positivismo son el mejor ejemplo de la "felicidad científica" (conformista) que contamina al mundo (primero con el Neopositivismo y luego con el Neorealismo), sin olvidar gran parte de los materialistas e idealistas de la época; los primeros por conformarse a la materia y los segundos por conformarse a la idea. Me parece muy lógico que, no sólo es el conformismo la cobardía de la originalidad, sino también una sumisión a la opinión social y mundana por acabar con la búsqueda. 



Por esto, la felicidad se encuentra con más frecuencia en los ancianos o adultos de avanzada edad, dado cómo recuerdan sus múltiples logros y como carecen la energía para emprender nuevos. Y la felicidad no es más que esto: un conformismo mental a la circunstancia física. Así quien atesora sus alrededores y ve en ellos su propio reflejo alcanzará la felicidad conformista que tanto entraña, sobre todo, si logra conservar el statu quo en completa inmutabilidad. El éxito está en la opulencia de la ilusión que adorna lo majestuoso y transforma lo detestable.



Con esto dicho, el hombre busca, en verdad, la ilusión de la felicidad, o en sentido analógico, persigue la sombra de las cosas sin considerar la luz que las emite. Esta luz, como Schopenhauer ya planteó, se halla en nosotros, en nuestra verdad como ser existente, la voluntad en su más simple pureza. Sin embargo, esta luz no es, en ninguna manera, nuestra felicidad o acaso un medio para abrazarla. No sólo basta realizar nuestro potencial o amarnos en demasía para acabar con las quejas de la voluntad. La felicidad es un fin vacío, una utopía que creamos para darle sentido a la existencia e impulsarnos a dejar de sufrir. Tras encontrarla, ideamos una nueva visión de ella, siendo algo que perdimos o algo que aún no hemos conseguido, pretendiendo volvernos cada vez más saturados. Sin embargo, una vez alcanzamos su total nihilización, nos vaciamos nuevamente en la aniquilación de la necesidad; de aquí otra visión de felicidad nace y el proceso se repite. En efecto, la búsqueda de la felicidad no es más que una búsqueda, un círculo vicioso de incoherencia que nos renuncia, irónicamente, la satisfacción de la felicidad.




Como respuesta a una felicidad falsa basada en elementos físicos, surgió también la felicidad que se fundamenta en la negación misma del pensamiento. Es la felicidad típica de las filosofías orientales (budismo, zen, taoísmo, etc.) donde se opta por una neutralidad racional que se desprende del mundo exterior para dar lugar a la contemplación. Aunque comparto la visión neutral en estas filosofías, contradice todo el concepto activo del potencial. Para empezar, la renuncia al razonamiento elimina el sentido y la presencia de la razón por sí misma en tanto que existe y debe funcionar en proporción a lo que es; puesto que una razón sin razonamiento, no es razón. El hecho de eliminar las ideas, el pensamiento y, especialmente, la creatividad, no hace más que abochornar a nuestra especie como seres pensantes. En mi opinión, comparte la misma cobardía y estupidez de las demás formas de razón ya que niega la actividad del pensamiento. 



La razón debe proceder movimiento y no crear enajenaciones falsas de “nirvana” o, como gusto llamarle, la felicidad nihilista. La neutralidad que caracteriza a esta razón puede aportarme claridad respecto al Yo, más nunca será una verdad que me corresponda con la realidad del ser en el mundo. Entre todas las filosofías, destacaría exclusivamente al taoísmo ya que acepta la realidad del Caos e intenta generar ideogramas que corresponden a un razonamiento caótico que busca la neutralidad. Mas esta neutralidad no debe suprimir la actividad racional ya que hablaríamos de una esencia perpetua que no aporta más que el sentido singular de un estado racional y una felicidad estancada que equivale a destruir neuronas con alcohol (y en este último al menos existe una resaca para incitar el retorno racional).   



Por tanto, si la felicidad no se acopla a la verdad funcionalista, ¿cuál será entonces el fin verdadero del ser humano? Resulta que al nadar en la ilusión efímera del Éxtasis, el círculo insatisfecho de la felicidad nos hace buscar más alto de lo que originalmente concebíamos como un sitio de altura, motivándonos, en tal circunstancia, a buscarle ganancia a un ideal desconocido y novedoso. Como ya dije, este proceso no termina más que en la oscilación intensa del ser, es decir, la constante distribución de potencial respecto al Todo y la Nada. Ahora bien, existe una parte de la ecuación cuya relevancia no he tratado en absoluto. En la mayor parte del asunto, el producto afanado de este absurdo proceso acaba por forjarnos cada vez más cerca a una capacidad  más perfeccionada y una realización propia de mayor fortaleza, un  vigor omnipotente, que resalta, precisamente, el potencial verdadero de realización; la vida consiste entonces, no de felicidad o placer, sino de evolución y, en especial, mi evolución. 



Explico mejor esto en mi libro del "Potencial de Totalidad" en el apartado de mi género filosófico de la Paradinámica al hablar de las emociones como emisoras del sentido invisible. Por ejemplo, el amor de pareja es un sentimiento agradable que le da sentido a nuestras vidas sólo por el cariño, el sexo, la relación, el compartir, etc. Pero el sentido invisible, o ese fin último por el que se lleva acabo en el transfondo al estar enamorados, es el instinto de procrear y perpetuarnos. No vale con pensar este fin sino que los tenemos acuñados a nuestras emociones.  Y la evolución, en este contexto, no sería el sentido invisible de la felicidad, sino más bien, de su misma búsqueda o la inevitabilidad creciente de su inexistencia; aplicable a gran parte de las emociones negativas cuyo sentido invisible es mejorarse.


Es evidente aquí que la evolución y la felicidad se hallan en puestos tanto antagónicos como contradictorios. Tal premisa define al movimiento como causalidad dialéctica, de inercia en cuanto felicidad y de fluctuación en torno a la evolución. Haciendo una especificación más humana, la distribución de  atributos acaba incorporando una fortaleza y una debilidad en una contradicción recíproca, siendo la fortaleza autosuficiente de una, la debilidad necesitada de otra; en el caso de la felicidad y la evolución encontraríamos la estabilidad y el estancamiento de la primera en oposición a la angustia y mejora de la segunda. En esto, quien alcanza la felicidad es un producto estable sin mejora por creerse su película vanidosa mientras que el evolucionado es un producto angustiado sin estancamiento que niega su soberbia como antihumano. ¿Y qué de aquel que es feliz siendo evolucionado? Esta antinomia favorece más la idea de felicidad (el pensar positivo) sobre la realidad de las cosas puesto que, si soy evolucionado estando insatisfecho y estando satisfecho seré feliz, entonces no puedo ser feliz siendo evolucionado. 




Además, es muy diferente ser feliz a la idea de estarlo, porque en tal caso podría siempre estar feliz con sólo pensar que lo estoy. La validez del silogismo anterior destaca, por lo mismo, que el evolucionado no puede verse a sí mismo como evolucionado en referencia universal [soy mejor que Todo]  ya que ésto provocaría su estancamiento e insuficiencia de mejora, salvo que fuera: Soy mejor que Todo y deseo mejorar lo que soy. En general la evolución la defiiniría como la inferioridad en constante mejora; una tendencia persistente de futurizar nuestro presente hacia la perfección, tal como Sócrates reconoció con la ignorancia y la paráfrasis: "Yo me supero por no ser superior". Por supuesto que en una situación de caso particular, sobre todo en el sentido social y mundano, la predicación de la evolución no sólo es una opción sino una necesidad de supervivencia, procurado que el ser individual debe fortalecerse y defenderse egocéntricamente del mundo exterior. Cosa que nos conduce al siguiente punto de verdad que es el egoísmo total del Ser.





En vistas de que el sabio se encamina hacia la evolución, encuentra, a su vez,  que su concepto de felicidad es mucho más alto que sus alrededores y que su vida se llena gradualmente de perdición con cada nuevo conocimiento. Esto será porque la evolución incluye al conocimiento; a la verdad y el "fluir" personal que comparten naturalmente. Aquí separaré la idea eudemonista que la felicidad y la verdad están ligadas dado cómo la felicidad tiende a conformarse a una idea y aferrarse eternamente a ella, haciendo que el estado de satisfacción que ésta suministre dependa, enteramente, de la cualidad inerte del objeto. Dicho axioma resulta como una imposibilidad aclarando que no es el objeto lo que permanece en inercia sino el pensamiento inmutable que recae sobre él. 




Con esto, la felicidad no se alcanza con el conocimiento de la verdad, sino con una fotografía de ella; es decir, una verdad particular a la cual hemos conducido a su nihilización y nos proporciona satisfacción sólo por el diseño ilusorio que le aportamos desde entonces. Para conocer la verdad en un sentido más general antes debemos entender que esta verdad fluye y que en su representación más reducida será tanto dionisíaca como hadésica dando, en esto, un inevitable trayecto por la perdición. Bajo estas circunstancias, la decisión de fluir con la verdad nos sacaría de la comodidad del eterno y, por consiguiente, de la felicidad a la evolución; una felicidad decontructivista; cadena cuyo eslabón nos acerca al sentido de la vida.

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