La filosofía, en cuanto ramas de estudio, comprende numerosos apartados que cada filósofo completa a su manera. Sea por la corriente que quiera representar o la sección específica por la que quiere manifestar su mensaje. Como tantos de mis predecesores, he querido encajar mi filosofía Inexistencialista en todos estos parámetros. Concretamente, el término de inexistencia y su significado en cada una de estas ramas.
En la lógica, la inexistencia sería el determinismo de las interacciones totalitarias individuales hacia la universalidad de la Nada que, por ende, se recicla, como Caos, hacia lo particular nuevamente. En la metafísica, la inexistencia como sinónimo de muerte que, no obstante, libera nuestro potencial de totalidad. En la ontología, la inexistencia como cero infinito que se neutraliza una y otra vez tras las interacciones del ser, como mitad positiva o negativa respectivamente, y a cuyo cero se carga con potencial de anteriores experiencias que a posteiori se consumen en su propia nihilización. Como criterio de verdad, el Caos como inexistencia máxima de la verdad que no podemos conocer, puesto que al ordenar una verdad, particular y como potencial igualmente, sería una versión ordenada y, por ende, fraccionada en una sola perspectiva que debe tener un final (puesto que sólo el Caos puede ser eterno). Como teoría del conocimiento, la sabiduría limitada al potencial de atención que, una vez enajenado de su foco, apaga atributos que deberían conocerse pero no se conocen; como oídos que no escuchan a alguien hablando porque estamos pensando si dejamos las luces encendidas en casa; los oídos, en este ejemplo, se cargan de inexistencia puesto que deberían escuchar, como órgano funcional y teniendo a la persona al lado, pero no lo hacen. En la estética, la inexistencia como idea imposesible que deseamos por carencia y que, por tanto, se vuelve objeto de belleza universal en base a una necesidad la cual, una vez poseída y existente, sustituye la belleza por el gusto, y semejantemente, la belleza particular.
No entraré en detalle sobre todos estos campos ya que los cubro la mayor parte en mi libro El Potencial de Totalidad. Mi objetivo en este libro es centrarme en el aspecto ético-moral de la inexistencia. Y esto no es otra cosa que la Razón Auténtica. Para mejor entender lo que es la razón auténtica, antes pondré de manifiesto todas aquellas que no lo son para así comprender por qué es, sin lugar a duda, auténtica.
No se piensa mucho de una experiencia en tanto que su noúmeno tiene al mismo tiempo un sentido alegórico en su contrario: la experiencia negativa termina por ser una experiencia negativa y la positiva, igualmente, positiva. La pregunta es si en verdad necesitamos una experiencia negativa para clasificarla como "negativa" cuando la negatividad consiste en una mera interpretación comparativa de nuestros ideales con los del resto. Un concepto lo clasificamos como símbolo de su esencia hasta llegar a darle el nombre de lo que consideramos a éste en su contexto real. Estos prejuicios aparecen a partir de una enseñanza previa (comúnmente en la etapa infantil) donde la inocencia es manipulada por la sociedad y los padres hacia un fin universal. La educación recibida establece las bases de una totalidad equilibrada para establecer un comportamiento carente del menosprecio ajeno. Analizamos todo sobre la base de conceptos que etiquetamos "buenos" y "malos" escapándonos de la perspectiva esencial de conceptuar el mundo.
En la lógica, la inexistencia sería el determinismo de las interacciones totalitarias individuales hacia la universalidad de la Nada que, por ende, se recicla, como Caos, hacia lo particular nuevamente. En la metafísica, la inexistencia como sinónimo de muerte que, no obstante, libera nuestro potencial de totalidad. En la ontología, la inexistencia como cero infinito que se neutraliza una y otra vez tras las interacciones del ser, como mitad positiva o negativa respectivamente, y a cuyo cero se carga con potencial de anteriores experiencias que a posteiori se consumen en su propia nihilización. Como criterio de verdad, el Caos como inexistencia máxima de la verdad que no podemos conocer, puesto que al ordenar una verdad, particular y como potencial igualmente, sería una versión ordenada y, por ende, fraccionada en una sola perspectiva que debe tener un final (puesto que sólo el Caos puede ser eterno). Como teoría del conocimiento, la sabiduría limitada al potencial de atención que, una vez enajenado de su foco, apaga atributos que deberían conocerse pero no se conocen; como oídos que no escuchan a alguien hablando porque estamos pensando si dejamos las luces encendidas en casa; los oídos, en este ejemplo, se cargan de inexistencia puesto que deberían escuchar, como órgano funcional y teniendo a la persona al lado, pero no lo hacen. En la estética, la inexistencia como idea imposesible que deseamos por carencia y que, por tanto, se vuelve objeto de belleza universal en base a una necesidad la cual, una vez poseída y existente, sustituye la belleza por el gusto, y semejantemente, la belleza particular.
No entraré en detalle sobre todos estos campos ya que los cubro la mayor parte en mi libro El Potencial de Totalidad. Mi objetivo en este libro es centrarme en el aspecto ético-moral de la inexistencia. Y esto no es otra cosa que la Razón Auténtica. Para mejor entender lo que es la razón auténtica, antes pondré de manifiesto todas aquellas que no lo son para así comprender por qué es, sin lugar a duda, auténtica.
No se piensa mucho de una experiencia en tanto que su noúmeno tiene al mismo tiempo un sentido alegórico en su contrario: la experiencia negativa termina por ser una experiencia negativa y la positiva, igualmente, positiva. La pregunta es si en verdad necesitamos una experiencia negativa para clasificarla como "negativa" cuando la negatividad consiste en una mera interpretación comparativa de nuestros ideales con los del resto. Un concepto lo clasificamos como símbolo de su esencia hasta llegar a darle el nombre de lo que consideramos a éste en su contexto real. Estos prejuicios aparecen a partir de una enseñanza previa (comúnmente en la etapa infantil) donde la inocencia es manipulada por la sociedad y los padres hacia un fin universal. La educación recibida establece las bases de una totalidad equilibrada para establecer un comportamiento carente del menosprecio ajeno. Analizamos todo sobre la base de conceptos que etiquetamos "buenos" y "malos" escapándonos de la perspectiva esencial de conceptuar el mundo.
Cuando el ser humano divide el mundo por
ambos lados, aparece la conciencia moral, que, en verdad, no es más que la
perdición habitual y rutinaria de conservar lo "bueno" y despreciar
lo "malo". La conciencia moral ha sido un problema muy grave en
cuanto a la oscilación cambiante y contradictoria de conceptuar el mundo.
Recuerda a Heráclito y Parménides que comenzaron la riña inmutable entre lo
eterno y el devenir. Parménides fue una gran perdición para los hombres ya que
planteó el primer concepto de eternidad, lo absoluto, y hasta un grado, lo
universal (como Nietzsche también señaló). El concepto de eternidad llegó a
interpretarse como el esplendor ilusorio y trascendente de la existencia misma,
pero en un sentido comparativo con la decepción de la realidad que el hombre
adquirió por sustituir la verdad con el mito. El ideal, digamos,
"religioso" creó un desprecio hacia un mundo que parecía perpetuo en
su contexto real; mediocre, frío, e irónicamente, infernal. A menudo el hombre
se hace creer, hasta nuestra época, que "debe haber algo más", siendo
el "más" como agonía del "algo"; la existencia misma y por
ende, el volcamiento del ser hacia la inexistencia.
Los hombres buscan un mundo libre y sublime que esconde su paradigma después de la muerte. Por eso la idea refrenada de un mundo trascendente no es, en ningún momento, carente de fama; la muerte es su gran escondite, cuya naturaleza queda recluida a los ojos del hombre. La creencia en todo aquello que carece las proporciones para definirse adecuadamente junto al temor de enfrentar una vida sin ilusiones, hacen del hombre un animal con temor a la propia realidad. A partir de la ilusión, se crea la moral de ser juzgado por hechos buenos o malos. Nace una búsqueda por la recompensa y el castigo, naturalmente, planteado por los ojos de los buenos en la soberbia por establecer un propósito satisfactorio para su propio sufrimiento. Este gran afán por el castigo se proyecta hacia los malos o quienes fallaron a comprender los principios encomendados por los buenos que, a su vez y por venganza maléfica, les condenan con palabras hacia el infortunio de una vida ilusoria después de la muerte (el Infierno). Por consiguiente, los cristianos crean el concepto del Infierno para desquitarse con el infortunio personal que les atribuyen los pecadores, recompensándose ellos mismos con la idea de viajar al Paraíso.
Los hombres buscan un mundo libre y sublime que esconde su paradigma después de la muerte. Por eso la idea refrenada de un mundo trascendente no es, en ningún momento, carente de fama; la muerte es su gran escondite, cuya naturaleza queda recluida a los ojos del hombre. La creencia en todo aquello que carece las proporciones para definirse adecuadamente junto al temor de enfrentar una vida sin ilusiones, hacen del hombre un animal con temor a la propia realidad. A partir de la ilusión, se crea la moral de ser juzgado por hechos buenos o malos. Nace una búsqueda por la recompensa y el castigo, naturalmente, planteado por los ojos de los buenos en la soberbia por establecer un propósito satisfactorio para su propio sufrimiento. Este gran afán por el castigo se proyecta hacia los malos o quienes fallaron a comprender los principios encomendados por los buenos que, a su vez y por venganza maléfica, les condenan con palabras hacia el infortunio de una vida ilusoria después de la muerte (el Infierno). Por consiguiente, los cristianos crean el concepto del Infierno para desquitarse con el infortunio personal que les atribuyen los pecadores, recompensándose ellos mismos con la idea de viajar al Paraíso.
Pármenides estableció el primer concepto
del ser eterno con el fin de menospreciar el instinto y la alegoría del hombre
bestializado, inferiorizado, y rechazado, hasta un punto, por la vida que lo
engendra: la naturaleza. La razón más clara para manifestar la eternidad apela
a conjeturas inmaculadas del bien (de categorías lógicas, morales y
legislativas) para evitar nuestro Infierno como seres caóticos. Un ser
representado en su forma eterna, inmutable y pura que, además, cede la cualidad
de "bueno" y producto de "Dios", atribuye un valor ínclito
a la seguridad eterna en la satisfacción. Por decirlo así, no habría manera
segura de mantener la inspiración del hombre, ni su establidad, sin que
existiese un futuro adecuado y
"agradable" donde sintiera paz y tranquilidad eterna. El ser se
convierte en sinónimo de espíritu, hecho por los dedos de Dios, que en este
contexto es el personaje alegórico del bien y la satisfacción eterna.
La concepción de un Cielo hace de la
existencia un Infierno, pero un Infierno habitual y rutinario donde aparece uno
de los primeros síntomas del miedo: el apego a la divinidad. Dentro de
la existencia se distingue una paradoja muy particular que satisface el apetito
por la eternidad del bien y la calumnia del mal cuya estructura invoca un
desdén a la "cotidianidad" como egoísmo por conservar la satisfacción
propia, sacrificando la ajena (dado que el hombre es muy oportunista detrás de
su aparente humanismo).
El mundo se rige por una pugna hacia la satisfacción, el fin que todos buscan para encontrar el balance homeostático. La manera que el hombre encuentra esta felicidad depende de la magnitud de sus ideales con respecto a sí mismo y los demás. La conservación de la misma se da con la indiferencia egoísta y cruel con la que antes se deseaba, desatando una conducta más enardecida por conservarla. El problema en cuestión es que el ser humano tiende a ser feliz por las posesiones materiales y el valor que representan dentro de su perspectiva subjetiva-objetiva; de aquí, crece una gran codependencia hacia todo objeto de valor, conglomerado hacia un ideal de seguridad, satisfacción y éxito. La pugna por la misericordia inexistente y la eternidad placentera.
El mundo se rige por una pugna hacia la satisfacción, el fin que todos buscan para encontrar el balance homeostático. La manera que el hombre encuentra esta felicidad depende de la magnitud de sus ideales con respecto a sí mismo y los demás. La conservación de la misma se da con la indiferencia egoísta y cruel con la que antes se deseaba, desatando una conducta más enardecida por conservarla. El problema en cuestión es que el ser humano tiende a ser feliz por las posesiones materiales y el valor que representan dentro de su perspectiva subjetiva-objetiva; de aquí, crece una gran codependencia hacia todo objeto de valor, conglomerado hacia un ideal de seguridad, satisfacción y éxito. La pugna por la misericordia inexistente y la eternidad placentera.
Con
frecuencia se degeneran los ideales con el fin de reencarnar hechos pasados que
ofrecieron éxito; el ideal en sí mismo se gasta aun estando gastado; un tipo de
tortura sádica del sujeto sobre el objeto (como exprimir el zumo de una naranja
podrida). ¿A causa de qué? La vicisitud habitual de los instintos hacia un
sistema libre de intensidades que mantiene al ser apaciguado por una eternidad
ilusoria, puesto que, racionalmente, el hábito establece un orden específico.
Cuando hablo de la rutina, me refiero a la homeostasis y la paz del ser en su
fase ociosa y monótona. Aun así, algo que se repite sin poderse saciar
demuestra algún interés por la costumbre que disipó toda la intensidad de su
estado original. Por supuesto que, una vez el hombre adquiere la rutina que
apetecía, se aferra a ella y se conforma a su neutralidad por su especificidad
utilitaria, dado el caso que también ostenta serenidad y bienestar por su
condicionamiento; concepto que llamaría adicción.
La idea de una rutina nueva espanta y deteriora al ser una vez esté idealizada, buscada y practicada; aparece como consecuencia una aparente traición moral de la conciencia, la privación tiránica del "yo moral" sobre el "yo instintivo", que procede una tortura existencial hacia la novedad y un regreso amedrentado a la rutina inicial. El principio moral que sustenta el comportamiento, ya sea, por obra de Dios u otro representante, comúnmente, otro profeta o filósofo, establecen esta causalidad de la conciencia como imperativo que manifiesta la facultad bienaventurada del ser, es decir, como la causa final de su existencia.
La idea de una rutina nueva espanta y deteriora al ser una vez esté idealizada, buscada y practicada; aparece como consecuencia una aparente traición moral de la conciencia, la privación tiránica del "yo moral" sobre el "yo instintivo", que procede una tortura existencial hacia la novedad y un regreso amedrentado a la rutina inicial. El principio moral que sustenta el comportamiento, ya sea, por obra de Dios u otro representante, comúnmente, otro profeta o filósofo, establecen esta causalidad de la conciencia como imperativo que manifiesta la facultad bienaventurada del ser, es decir, como la causa final de su existencia.
No es de suponer que la misma
interpretación con que atribuimos nuestra finitud aparezca precisamente en la
universalidad moral que trasciende por obra divina a la tierra de la recompensa
eterna. No obstante, la necesidad creciente por la recompensa existencial y trascendente,
junto con la avaricia insaciable por las emociones deleitosas, sugieren una
costumbre recíproca entre el "debo" y el "quiero" bajo la ley universal del "puedes"
y "no puedes". Sin olvidar la
adicción de complacer ambos bajo una serie de antinomias permisibles y
voluptuosas donde se busca la unión entre los dos (como concupiscencia
ocasional de escapar la universalidad imperativa). En cualquier caso, ambos caminos
terminan adoptando un sistema utilitario, o propiamente, un sistema que resultó
propicio y exitoso ante la reacción ajena e individual; de aquí, el hombre
tiende hacia una rutina utilitaria por la conservación del éxito (la
adicción) creando un mundo monótono de intensidad vacía que con el tiempo, a
pesar de su ausencia intensiva, resulta habitual y condicionada a la repetición
de experiencias disipadas.
El remordimiento es, por tanto, una simple reacción defensiva ante lo desconocido y escapar, consigo, nuestra condición íntegra del momento; es la facultad del no ser, ante los ojos del ser, por primera vez. Pero todo este contrato social crea una razón independiente del ser, un Sistema que piensa por todos mediante leyes, medios de comunicación, políticas y religiones que, no obstante, generan una rutina común donde todos puedan gozar a cambio de su completa y total sumisión.
El remordimiento es, por tanto, una simple reacción defensiva ante lo desconocido y escapar, consigo, nuestra condición íntegra del momento; es la facultad del no ser, ante los ojos del ser, por primera vez. Pero todo este contrato social crea una razón independiente del ser, un Sistema que piensa por todos mediante leyes, medios de comunicación, políticas y religiones que, no obstante, generan una rutina común donde todos puedan gozar a cambio de su completa y total sumisión.
Kant ya representaba la cualidad esencial
del deber con respecto a la ley universal; de obrar conforme a la razón y la
obligación moral del hombre con sus semejantes. Empero el fallo del imperativo
categórico yace, primeramente, con la represión continua del "querer"
al punto que una aparente inercia instintiva resulta en la limitación de rasgos
nuevos (tanto racionales como emocionales). La negación de la libertad
instintiva sugiere el defecto rutinario y elíptico de una fuente de
experiencias gastadas y adictivas entregadas a la autoridad infalible de la
decepción racional; en efecto, la razón, por sí sola, no puede desarrollarse
sin la variación físico-instintiva del organismo ya que surgió esencialmente de
ellas y depende aún del movimiento empírico de la misma para emanciparse.
En el sentido fenomenológico y aristotélico, ya se habla de la experiencia como la primera de nuestras causalidades existentes. Si tomamos como ejemplo al mundo irracional o bestial, notamos cómo éstos carecen de razón y deben estar variando conforme a la experiencia, sobre instintos cambiantes que se modifican tras la respuesta corporal de nuevos atributos. No olvidemos que los hombres seguimos siendo bestias entregadas al cuerpo instintivo y que, sólo por mecanismo de defensa evolutivo, adquirimos la razón. Sin embargo, la razón no fue enteramente evolucionada ni desarrollada por esta misma dogmatización, moralización, represión e inmobilización que brindó naturalmente, el primer pensamiento metafísico y la razón del Sistema. Surge, entonces, la represión de los instintos tras la conservación etérea del hombre moral.
En el sentido fenomenológico y aristotélico, ya se habla de la experiencia como la primera de nuestras causalidades existentes. Si tomamos como ejemplo al mundo irracional o bestial, notamos cómo éstos carecen de razón y deben estar variando conforme a la experiencia, sobre instintos cambiantes que se modifican tras la respuesta corporal de nuevos atributos. No olvidemos que los hombres seguimos siendo bestias entregadas al cuerpo instintivo y que, sólo por mecanismo de defensa evolutivo, adquirimos la razón. Sin embargo, la razón no fue enteramente evolucionada ni desarrollada por esta misma dogmatización, moralización, represión e inmobilización que brindó naturalmente, el primer pensamiento metafísico y la razón del Sistema. Surge, entonces, la represión de los instintos tras la conservación etérea del hombre moral.
En
el polo opuesto encontramos la voluntad, el "querer" natural e
instintivo que popularizaron Nietzsche y Schopenhauer. Por mucho tiempo
consideraba que esta fuerza volitiva era la fuente de la evolución racional
dado la significación del instinto emancipado, sin duda, por esto del rasgo
primitivo en potencia de gastarse en su propio libertinaje. No obstante, olvidé
ingenuamente la tendencia humana de establecer el "querer" juntamente
al propio "placer" y "anhelo"; la fatiga racional dentro de
un hedonismo perenne. Con la voluntad
nace una apetencia insaciable por el placer animal, al punto de cerrarle las
puertas a nuestra contradicción, y en especial, al dolor mismo. Con ello se
establece el mundo inmutable del hedonismo; la inercia evolutiva, la rutina
dogmática de la moral conmutada por las costumbres físico-instintivas de nuestra
formación animal. El hedonismo es la ponzoña deteriorada de la civilización
actual, la búsqueda infatigable por conservar ese "querer" y de eliminar el "no-querer" del
juicio que impulsa la estabilidad a veces necesaria del no-ser y la inexistencia.
Nietzsche sí valoró esta capacidad fundamental de la voluntad, precisamente por mandarse en torno a una incesable adquisión de angustia pero le faltó mencionar que esta obligación de mandarse proviene de éste mismo imperativo que Kant estableció como fuente del deber; es decir, no aseguró la noción imperativa de la voluntad. Por lo tanto, la fuerza imperante de la voluntad no es propiamente el "querer" sino "la inexistencia de lo que quiero"; la ausencia de lo querido, o propiamente, la necesidad de algo que no es obligadamente algo que quiero (por ejemplo, la espiritualidad).
Visto en términos unidimensionales es incomprensible y absurdo, pero la verdad es que nuestro campo de percepción abarca ciertos límites de comprensión por momentos específicos de espacio y tiempo guiando al "querer" hacia experiencias familiares y rutinarias que existen en la memoria como ideas lisonjeras de experiencias pasadas. Y los más sabios que han transitado el mundo tendran necesidades fuera de esos círculos habituales; unos que no conocen y son, por tanto, inexistentes. Con esto dicho, el problema con la voluntad de poder aparece al preguntar: ¿Adónde hemos de mandarnos? ¿Hasta dónde puedo mandarme? ¿Cómo saber el límite de mi poder? ¿Hacia dónde camino una vez encuentro el límite? Para responder esto, debemos considerar la definición de dos términos antagónicos que nos acosan ante cada decisión de la vida: la voluntad y la perdición.
Nietzsche sí valoró esta capacidad fundamental de la voluntad, precisamente por mandarse en torno a una incesable adquisión de angustia pero le faltó mencionar que esta obligación de mandarse proviene de éste mismo imperativo que Kant estableció como fuente del deber; es decir, no aseguró la noción imperativa de la voluntad. Por lo tanto, la fuerza imperante de la voluntad no es propiamente el "querer" sino "la inexistencia de lo que quiero"; la ausencia de lo querido, o propiamente, la necesidad de algo que no es obligadamente algo que quiero (por ejemplo, la espiritualidad).
Visto en términos unidimensionales es incomprensible y absurdo, pero la verdad es que nuestro campo de percepción abarca ciertos límites de comprensión por momentos específicos de espacio y tiempo guiando al "querer" hacia experiencias familiares y rutinarias que existen en la memoria como ideas lisonjeras de experiencias pasadas. Y los más sabios que han transitado el mundo tendran necesidades fuera de esos círculos habituales; unos que no conocen y son, por tanto, inexistentes. Con esto dicho, el problema con la voluntad de poder aparece al preguntar: ¿Adónde hemos de mandarnos? ¿Hasta dónde puedo mandarme? ¿Cómo saber el límite de mi poder? ¿Hacia dónde camino una vez encuentro el límite? Para responder esto, debemos considerar la definición de dos términos antagónicos que nos acosan ante cada decisión de la vida: la voluntad y la perdición.
La voluntad es la fuerza individual que
impulsa al cuerpo hacia su necesidad existencial de ser; lo que se pretende ser
ante el gusto subjetivo del "querer" intrínseco; y es preciso
mencionar también la división que yo hago entre "voluntad" e
"intensidad" siendo la primera el mero impulso de nuestra verdad
esencial y la segunda el potencial que abarca su capacidad (intensidad
positiva). La perdición se caracteriza como lo indeseable, lo inesperado, lo
repudiado y , sobre todo, lo irracional e involuntario de lo que sería, en este contexyo, la propia inexistencia; por ende, la energía
que se acuña a lo perdido será nuestra intensidad negativa. El defecto en ambas
corrientes (por sí mismas) se halla en la antinomia inevitable que caracteriza
la naturaleza inferior de los hombres; el fin estancado en la dogmatización del
hedonismo.
Con Schopenhauer aparece primero esta voluntad absurda que carece de sentido, la vida como búsqueda creciente, impalpable, y por consiguiente, ilusoria, que nace con nuestra expansión cognoscible de la experiencia particular; con Nietzsche sería similarmente esta voluntad schopenhaueriana, junto con la necesidad básica que tiene la voluntad por superarse y alcanzar, con esto, el poderío. Mas estos deseos y anhelos que impulsan precisamente al ser tienden a establecer una adicción unidimensional cuando aparece ante la voluntad, por primera vez, la serenidad como objeto de escape hedonista.
Dado el valor deplorable que abarca nuestra guerra interna y angustiada, sin sentido o dirección concreta, se ciega esta voluntad con la serenidad del encuentro llevando a los hombres a vivir una mentira válida y carente de intensidad; con esto, la monotonía y el hábito ejercen el movimiento de experiencias pasadas, aún ricas en intensidad que condicionan a la voluntad hacia un mero impulso hedonista de eterna serenidad. En breve, la conservación de nuestra paz nos impulsa a repudiar toda "probabilidad" de futuras agitaciones: el miedo a perder la serenidad presente y nunca encontrar una de mejor o igual eficacia. ¿Resultado? Como la razón del Sistema tiende a exteriorizar el pensamiento, así el hedonismo exterioriza la voluntad cuya apetencia por el placer estanca cualquier posibilidad de libertinaje mediante una razón fatua que, escasa de necesidades defensivas, vuelve al vicio su única rutina.
Con Schopenhauer aparece primero esta voluntad absurda que carece de sentido, la vida como búsqueda creciente, impalpable, y por consiguiente, ilusoria, que nace con nuestra expansión cognoscible de la experiencia particular; con Nietzsche sería similarmente esta voluntad schopenhaueriana, junto con la necesidad básica que tiene la voluntad por superarse y alcanzar, con esto, el poderío. Mas estos deseos y anhelos que impulsan precisamente al ser tienden a establecer una adicción unidimensional cuando aparece ante la voluntad, por primera vez, la serenidad como objeto de escape hedonista.
Dado el valor deplorable que abarca nuestra guerra interna y angustiada, sin sentido o dirección concreta, se ciega esta voluntad con la serenidad del encuentro llevando a los hombres a vivir una mentira válida y carente de intensidad; con esto, la monotonía y el hábito ejercen el movimiento de experiencias pasadas, aún ricas en intensidad que condicionan a la voluntad hacia un mero impulso hedonista de eterna serenidad. En breve, la conservación de nuestra paz nos impulsa a repudiar toda "probabilidad" de futuras agitaciones: el miedo a perder la serenidad presente y nunca encontrar una de mejor o igual eficacia. ¿Resultado? Como la razón del Sistema tiende a exteriorizar el pensamiento, así el hedonismo exterioriza la voluntad cuya apetencia por el placer estanca cualquier posibilidad de libertinaje mediante una razón fatua que, escasa de necesidades defensivas, vuelve al vicio su única rutina.
Categóricamente, la voluntad aprende un
sistema eficiente y se aferra tenazmente a él, proveída la serenidad y valor
homeostático que representa en la mente (su carácter cognoscible). Esto es
común entre todos los organismos complejos ya que lo adaptado es siempre
preferible a lo que queda por adaptar en experiencias futuras. Claro que, con
el pavor a nuevas intensidades a posteriori, la voluntad se expresa como la
suma de experiencias pasadas a través del factor mnemónico y racional, aislando
la mitad curiosa de la acción volitiva dentro de la represión moral, y mismamente,
racionalista.
¿Qué nos dice esto de la relación existente entre la razón y la voluntad? Es lógico que la voluntad por sí sola se perdería dentro de su propio apetito concupiscente, (irónicamente, en la moral y la razón). Por decirlo de otra manera, el hedonismo en sí, la noción superflua de vivir el placer del pasado en el futuro, acaece la eternidad de nuestra conducta moralista.
Cuando adquirimos por primera vez una adicción, el cuerpo alcanza la homeostasis y la razón dirige a la voluntad, como acto defensivo, hacia la repetición de este nivel interpretado, que tiende a ser, el nivel conocido o de la nihilización (el gastamiento total del potencial intenso y su evolución dialéctica en el cero infinito; al igual que la inexistencia que desprendería, en este caso, para el sabio nihilizado). A menudo, la razón tiende a recaer sobre objetos experimentados para después gastarlos y conservarlos como patrones establecidos de conducta donde es libre para actuar en la completa serenidad del pasado. En otras palabras, tanto la razón como la voluntad tienden a manifestar un sistema rutinario cuando alcanzan un nivel satisfactorio de "engaño", como diría Schopenahauer, o "apolíneo", como diría Nietzsche; el "querer" simplemente no basta y el comportamiento que reside establece una dogmatización moral sobre la conveniencia del apetito (el hedonismo como forma de vida moral) hacia el bienestar de uno mismo.
¿Qué nos dice esto de la relación existente entre la razón y la voluntad? Es lógico que la voluntad por sí sola se perdería dentro de su propio apetito concupiscente, (irónicamente, en la moral y la razón). Por decirlo de otra manera, el hedonismo en sí, la noción superflua de vivir el placer del pasado en el futuro, acaece la eternidad de nuestra conducta moralista.
Cuando adquirimos por primera vez una adicción, el cuerpo alcanza la homeostasis y la razón dirige a la voluntad, como acto defensivo, hacia la repetición de este nivel interpretado, que tiende a ser, el nivel conocido o de la nihilización (el gastamiento total del potencial intenso y su evolución dialéctica en el cero infinito; al igual que la inexistencia que desprendería, en este caso, para el sabio nihilizado). A menudo, la razón tiende a recaer sobre objetos experimentados para después gastarlos y conservarlos como patrones establecidos de conducta donde es libre para actuar en la completa serenidad del pasado. En otras palabras, tanto la razón como la voluntad tienden a manifestar un sistema rutinario cuando alcanzan un nivel satisfactorio de "engaño", como diría Schopenahauer, o "apolíneo", como diría Nietzsche; el "querer" simplemente no basta y el comportamiento que reside establece una dogmatización moral sobre la conveniencia del apetito (el hedonismo como forma de vida moral) hacia el bienestar de uno mismo.
A diferencia de Schopenhauer, yo no
considero al sufrimiento como el estado verdadero e inicial, ni temporalmente
prolongado, en el sentido vital de existir, sino considero que el principio
realmente depende del objeto, en tanto que es novedoso o reconocible y,
particularmente, la cualidad semiológica que atribuimos al exterior, en este
caso, siendo ya no el objeto, sino el sujeto. Mas esto será más importante
comentar luego de comprender el sentido de la perdición. La mayoría del tiempo
pensamos que estamos sufriendo o somos felices por el hecho de que no juzgamos
absolutamente nada de nuestros alrededores que, en el primer caso, nos confunde
hacia la incoherencia y en el segundo nos deleita hacia lo imperceptible.
Cualquier interacción a partir de aquí, siendo placentera o dolorosa, resulta efímera e indiferente con el pasar del tiempo, regresando nuevamente al estado de equidad cuando la intensidad se disipa. Es como inflar un globo hasta que reviente (tomado cómo cualquier globo tiene un límite de tamaño donde ya no puede soportar más aire). Ahora, respecto a la anomalía entre el feliz y el angustiado, diría que el primero alcanza un nivel de equidad, siguiendo un sendero visible (establecido) que prepara a la mente para experiencias sutiles y de poca intensidad, mientras que el segundo busca adentrarse en lo desconocido, y en el proceso, se desconoce a él mismo y su sendero, buscando, por necesidad, la equidad de sus nuevos alrededores. Este fenómeno, de dispensar lo establecido por necesidad vital, precisamente, involuntario e irracional, lo denomino perdición. En la voluntad está nuestra creación y en la perdición nuestra destrucción.
Cualquier interacción a partir de aquí, siendo placentera o dolorosa, resulta efímera e indiferente con el pasar del tiempo, regresando nuevamente al estado de equidad cuando la intensidad se disipa. Es como inflar un globo hasta que reviente (tomado cómo cualquier globo tiene un límite de tamaño donde ya no puede soportar más aire). Ahora, respecto a la anomalía entre el feliz y el angustiado, diría que el primero alcanza un nivel de equidad, siguiendo un sendero visible (establecido) que prepara a la mente para experiencias sutiles y de poca intensidad, mientras que el segundo busca adentrarse en lo desconocido, y en el proceso, se desconoce a él mismo y su sendero, buscando, por necesidad, la equidad de sus nuevos alrededores. Este fenómeno, de dispensar lo establecido por necesidad vital, precisamente, involuntario e irracional, lo denomino perdición. En la voluntad está nuestra creación y en la perdición nuestra destrucción.
Es claro que aun estando cerca de la
angustia aparezca entre nosotros un sentido placentero de existir luego de
superar y resistir la intensidad negativa de una experiencia nueva. Mas, el
carácter placentero de nuestra superación angustiada surge de la intensidad
gastada de ésta, dando a conocer un ambiente ilusorio del eterno placer con la
veracidad (recóndita) de nuestro propio cero. Y es muy común, por esto, que confundamos
nuestra equidad con los juicios del bien y el mal, buscando entretenernos en la
fantasía de nuestro propio aburrimiento. Este estado vacío representa la
adaptación de la mente a un medio gastado y rutinario que antes fluía con la
intensidad de una experiencia pasada, en principio, nueva e impredecible. Con
el tiempo, se va gastando esta intensidad para acabar en la ausencia de nuestra
agitación interna; lugar donde la mente tiende a juzgar categóricamente el
placer o el dolor.
Por ello, los hombres tienden a estancarse en el aislamiento de su propia equidad, temiendo la intensidad nueva (comúnmente negativa) que no existe en el presente empírico pero aparece en la mente como probabilidad. Esto se establece en la psicología psicoanalítica de Freud, llamados por él mecanismos de defensa (represión, regresión, sublimación, etc.) en tanto que el hombre es un ser hedonista por naturaleza; que busca el placer y se defiende del dolor por impulsos biológicos. El mecanismo de defensa que mencioné arriba es uno que gusto llamar aislamiento histórico ya que la persona tiende a refugiarse en la seguridad (cognoscible) de experiencias pasadas con tal de evitar la impredictibilidad del futuro.
Por ello, los hombres tienden a estancarse en el aislamiento de su propia equidad, temiendo la intensidad nueva (comúnmente negativa) que no existe en el presente empírico pero aparece en la mente como probabilidad. Esto se establece en la psicología psicoanalítica de Freud, llamados por él mecanismos de defensa (represión, regresión, sublimación, etc.) en tanto que el hombre es un ser hedonista por naturaleza; que busca el placer y se defiende del dolor por impulsos biológicos. El mecanismo de defensa que mencioné arriba es uno que gusto llamar aislamiento histórico ya que la persona tiende a refugiarse en la seguridad (cognoscible) de experiencias pasadas con tal de evitar la impredictibilidad del futuro.
Una vez alcanzamos nuestro propio cero o
vacío inexistente, abordamos la frontera nihilista de nuestro ser, repitiéndose
insaciablemente, por aislamiento histórico, de experiencias gastadas que nos
amparan del dolor. No se puede evitar la caída en el nihilismo; la Nada
en cuanto pérdida de ideales, o también, su falta de intensidad que, en el caso
de la perdición, se da por necesidad intensa de uno. Por lo mismo, un fanático
religioso tiene el mismo destino que un ateo hedonista ya que ambos se
aferran a un ideal gastado que, sin embargo, resulta adictivo y, aparentemente,
repleto de intensidad. Cuando cualquier
creencia es gastada, el factor que emerge de ésta es, sin duda, lo inexistente que se compensa con
lo apolíneo, a modo de inexistencia positiva, para compensar la inexistencia negativa de la perdición, o específicamente, la ilusión que nos hacemos creer tenazmente
para evitar la agitación de la intensidad negativa.
Una creencia adictiva, como la creencia religiosa o hedonista, donde los ideales pierden su valor por uso excesivo, remiten la capacidad volitiva (de evolución) en el estancamiento nihilista, o sea, la creencia en la Nada, en la paz y en la felicidad; a mi criterio, sinónimos de nihilización. He notado entre los religiosos que hasta con la muerte de un ser querido defienden su organismo con la misma creencia gastada, usando términos como "otras vidas" o "milagros" para mantener el pacifismo de su antiguo ideal nihilista; es como borrar sobre una hoja hasta gastar el borrador y seguir borrando. Un dogma en el presente, es el nihilismo de un futuro; el pasado es tan sólo un recordatorio de nuestra inexistencia en el cero infinito.
Una creencia adictiva, como la creencia religiosa o hedonista, donde los ideales pierden su valor por uso excesivo, remiten la capacidad volitiva (de evolución) en el estancamiento nihilista, o sea, la creencia en la Nada, en la paz y en la felicidad; a mi criterio, sinónimos de nihilización. He notado entre los religiosos que hasta con la muerte de un ser querido defienden su organismo con la misma creencia gastada, usando términos como "otras vidas" o "milagros" para mantener el pacifismo de su antiguo ideal nihilista; es como borrar sobre una hoja hasta gastar el borrador y seguir borrando. Un dogma en el presente, es el nihilismo de un futuro; el pasado es tan sólo un recordatorio de nuestra inexistencia en el cero infinito.
Muchos dirían que buscar la perdición es
lo más simple. No me opongo en llamarla algo fácil,
mas defiendo el afán que se requiere para tolerarla. Sin duda es apatía la
primera impresión de la pérdida pero muy difícil es crear un ideal original que
nos conceda luz durante la perdición. El verdadero Caos interno surge a partir
del abandono extrínseco del ideal donde uno sufre a causa de la
perdición; "estar perdido", en este caso, representa la falta de
dominio o ausencia del ideal (otro tipo de nihilismo, sólo que esta vez,
repleto de intensidad). A partir de aquí, la mayoría de los hombres se
conforman ante un ideal eficiente y ostensible que les garantice la "dirección",
por preferencia, eterna, de un mundo libre del horror y la perdición.
La característica esencial del nihilismo
en la perdición es la necesidad de un ideal, esa ansia menesterosa por ser
conducido hacia algo patente, manifiesto y claro que nos desasocie del
"sin sentido" sartriano como perdición en torno a la Nada. En la Nada no existe dirección, o puesto en
mejores palabras, se desconoce aquello que nos conduce. Se genera un sentido de
pérdida y la necesidad por acabarla con tal de dirigirnos, por instinto, hacia
un ideal, e igualmente, un fin en sí mismo, que garantiza la seguridad de
nuestra existencia futura. Esa preocupación que se enreda en la conservación
eterna de nuestro bienestar ataca directamente, por desesperación e
impaciencia, la conciencia del "yo" como "yo pensante";
claramente el pavor de razonar algo por la seguridad dudosa del porvenir.
Dicho de esta manera, se teme a pensar una idea individual por la inseguridad que se autoestima el "yo" como "ser incapaz" y aparece, con esto, la tendencia acidiosa de buscar lo más rápido y eficiente que nos favorezca pacifismo o, del mismo modo, un ideal sujeto a la nihilización. Con la llegada de la adicción, el individuo se estanca por una conservación del mundo extrínseco y pasa el resto de su existencia viviendo, como parásito, de los ideales de otros.
Dicho de esta manera, se teme a pensar una idea individual por la inseguridad que se autoestima el "yo" como "ser incapaz" y aparece, con esto, la tendencia acidiosa de buscar lo más rápido y eficiente que nos favorezca pacifismo o, del mismo modo, un ideal sujeto a la nihilización. Con la llegada de la adicción, el individuo se estanca por una conservación del mundo extrínseco y pasa el resto de su existencia viviendo, como parásito, de los ideales de otros.
Es confuso separar la idea
schopenhaueriana de la voluntad como "fuerza negativa" y
"real" una vez nos percatamos de la duración, o la misma
temporalidad, al contrastar el placer y el dolor. Es imperativo subrayar que
toda inclusión negativa de mi filosofía le atribuyo el nombre de perdición,
siendo la voluntad reservada a lo positivo (en cuanto su vitalidad).
Consecuentemente, quien sufre la perdición experimenta una voluntad derrocada
de su potencial, así pues, ausente de vida (involuntario) e ideas
desorganizadas (irracional); lo cual comprueba el pensamiento suicida del
perdido y nuestra verdad como seres caóticos. La perdición es, por ello, la inexistencia. Y estamos sometidos a ella en todo momento. La voluntad es la pugna del ser por que no sea así. Y la razón quien intenta conservar la puntuación de dicha pugna. En otras palabras, buscamos alienarnos de la inevitabilidad de no existir.
El pequeño barco en el gran océano de la inexistencia plantea la incógnita por la cual parece durar más el sufrimiento que el bienestar. Se debe a un error común en la percepción subjetiva y relativista, distribuida, entre los racionales y los irrascibles, conforme al detalle que oscila de cabeza en cabeza sobre el objeto fijo de búsqueda (junto con la avaricia de nuevos fines) y la satisfacción que acaece del encuentro en sí mismo. En otras palabras, el principio, como el hambre de nuestras necesidades más básicas, genera dolor para que busquemos placer; siendo, además, la intesidad negativa un fenómeno de gastamiento pausado (por su oposición racional-volitiva) contrario a la intensidad positiva que se acopla directamente al ser (acelerando el proceso de nihilización).
Para los racionales tiende a ser más común el sufrimiento ya que, naturalmente, muestran una interpretación ágil y veloz de las cosas, gastando, con ello, la intensidad de los objetos percibidos para acabar en la avaricia insaciable por conocer del cero infinito. Un tipo de "búsqueda sin encuentro", que esculpe un sendero de angustia en constante frenesí; sin olvidar la oposición superior que existe a la voluntad intelectual (que ya es, por sí misma, una existencia maculada de perdición por su necesidad de cambio). Los irrascibles, en cambio, estiman ideales simples y estáticos, una finalidad sin detalle o elaboración extravagante, comúnmente tradicional o imitada a cuya intensidad supone un mayor sentimiento de bienestar. Posteriormente es en la etapa nihilización donde parece eternizarse el placer mediante el pensamiento ya descrito. Y estos últimos, como mayoría, suponen una urgencia civilizada de crear un Sistema, a base de moral, o en este sentido, las leyes y el derecho, salpicado con hedonismo, con tal de mantener firme la idea que incluso dicho método, dicha Razón, es la auténtica. Y está lejos de serlo.
El pequeño barco en el gran océano de la inexistencia plantea la incógnita por la cual parece durar más el sufrimiento que el bienestar. Se debe a un error común en la percepción subjetiva y relativista, distribuida, entre los racionales y los irrascibles, conforme al detalle que oscila de cabeza en cabeza sobre el objeto fijo de búsqueda (junto con la avaricia de nuevos fines) y la satisfacción que acaece del encuentro en sí mismo. En otras palabras, el principio, como el hambre de nuestras necesidades más básicas, genera dolor para que busquemos placer; siendo, además, la intesidad negativa un fenómeno de gastamiento pausado (por su oposición racional-volitiva) contrario a la intensidad positiva que se acopla directamente al ser (acelerando el proceso de nihilización).
Para los racionales tiende a ser más común el sufrimiento ya que, naturalmente, muestran una interpretación ágil y veloz de las cosas, gastando, con ello, la intensidad de los objetos percibidos para acabar en la avaricia insaciable por conocer del cero infinito. Un tipo de "búsqueda sin encuentro", que esculpe un sendero de angustia en constante frenesí; sin olvidar la oposición superior que existe a la voluntad intelectual (que ya es, por sí misma, una existencia maculada de perdición por su necesidad de cambio). Los irrascibles, en cambio, estiman ideales simples y estáticos, una finalidad sin detalle o elaboración extravagante, comúnmente tradicional o imitada a cuya intensidad supone un mayor sentimiento de bienestar. Posteriormente es en la etapa nihilización donde parece eternizarse el placer mediante el pensamiento ya descrito. Y estos últimos, como mayoría, suponen una urgencia civilizada de crear un Sistema, a base de moral, o en este sentido, las leyes y el derecho, salpicado con hedonismo, con tal de mantener firme la idea que incluso dicho método, dicha Razón, es la auténtica. Y está lejos de serlo.
Muy profundo tu pensamiento filosófico, perfectanente hilado de principio a fin. La entropia reina naturalmente en el universo conocido. Desde estrellas gigantes hasta el desenvolvimiento de su propio ser, es decir su estructura atómica. Esta cohesión física en lucha de contrarios, hace de la existencia ( o inexistencia) una paradoja universal. Ahora bien la realidad como se entiende hoy por hoy difiere seguramente con la irrealidad de otros universos o dimensiones los cuál deambulan en la inexistencia de la razón o el conocimiento. Cuántos universos paralelos existen? O no?
ResponderEliminarPrimero, me gustó mucho su comentario. Y en respuesta a sus preguntas, sí que hablo de las dimensiones, pero como parte de teoría del conocimiento. En esto, el potencial que alberga justamente la entropía como entorno cerrado (átomos, células, planetas, estrellas, seres vivientes, etc) posen un sentido íntegro que tiene finitud. El Caos, o lo que sería el espacio vacío, sería lo único eterno ya que no tiene principio o fin que sería, en mi filosofía, la inexistencia (a nivel de metafísica); además que todo potencial alberga un sentido y el Caos es algo que no lo tiene por lo que puede ser eterno. Las dimensiones se extienden en este caso en todos los niveles por un potencial que pone límite entre su principio y fin. Por lo que un animal, incluso un insecto, tienen conciencia (pero no conciencia de la conciencia). La pérdida de memoria también justifica esto como el paso de un nivel de conciencia a otro (no necesariamente la pérdida de memoria misma). Mientras que en dimensiones paralelas a escala universal estos niveles son de mayor alcance y significado. Por lo que las reglas pueden cambiar de un sistema a otro basado en el hecho que, incluso, en el orden, seguimos partiendo de un universo caótico. Espero haberlo explicado bien. Un abrazo y gracias por las palabras
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